Lo digo de verdad, no conozco a un artista tan protéico y polimorfo como Edgard Rodríguez Luiggi. Desde instalaciones tridimentionales, pasando por la pintura según la conocemos, halando hacia la brasa uno que otro homenaje pictórico a alguno de sus artistas favoritos, objetos de toda índole, trabajo en papel, en cartón, en lienzo y, hoy, en basura de mylar, obras que callan o que hacen ruido, Edgard, por decirlo de forma estricta, Edgard, digo, es infinito. Su infinitud se manifiesta de formas infinitamente diversas: por una parte puede trabajar a una velocidad incomprensible y hacer obras extraordinarias, como si la relación entre ojo, cerebro y mano fuera una siemple ruedilla de reloj. Obra de placer estético, obra muy política, juegos de estilo, atrevimientos charros, y hoy, hasta changos, es difícil emarcar a Edgard dentro de una manera de hacer arte. Cada vez que me presenta su trabajo me tengo que sentar, por un largo rato, para saber de qué se trata su nueva propuesta, porque es distinta de la propuesta de ayer, claro, y de la de anteayer. En resumen, la maestría, el afán, el sentido de propósito, el talento, el siempre saber exactamente cómo funcionará lo que ya ha planificado hacer hoy, es la marca de trabajo y lucidez de este artista cuyo desenfreno es puntual, acertado, extraño y, a la vez, perfecto.
[spacer height=”20px”]Hoy me enfrento a un alud enorme de trabajo ejecutado en materiales rescatados de la imprenta: trozos de mylar que funcionan, para efectos de la impresión, un soporte que evita que el papel en que se va a imprimir se dañe al salirse de sitio. Las perforaciones de abajo y de arriba de estos trozos de desecho delatan esa obvia promiscuidad del derroche descarado de materiales que, para Edgard, reclaman ser reclamados (y valga la redundancia) a la utilidad, si bien el resultado es una secuencia casi interminable de obras que nos presentan cuerpos también en desecho, acercándose así a la voluntad de señalar una y otra vez el desmadre de lo que, al no ser reciclado, no suele tener “una segunda oportunidad sobre la tierra”, como nos decía Gabriel García Márquez en la última frase de su famosa y casi olvidada novela maconidana.
Estas ciento una obras en mylar rescatado oscilan entre un arte abiertamente figurativo y a la vez abiertamente abstracto. Lo que pasa es que lo figurativo son cuerpos desfigurados pero aún reconocibles, y las abstracciones parecen ser lo que queda de un juego de parchís o de uno que otro tinquertoi. De todas maneras vamos reconociendo que estas imágenes no se deciden en cuanto a qué quieren ser, como si incluso estuvieran fugadas de la propia memoria del artista. ¿Improvisaciones? ¿Juegos de tintas y espacios? ¿El aprovechamiento de aquello que no se suele reciclar y que, además, apenas nos transmite una idea? Siento la prisa con la cual el artista se ha enfrentado a este juego con una materialidad porosa y marchita. Siento también ciertos aullidos amortiguados del propio Mylar. Hay una cierta incoherencia deliberada entre las materias y las imágenes. Y entonces el artista, al repetir el material —pero no la imagen que cabalga sobre él—, duda si eso era lo que quería, o si el material rebelde le entorpeció el trabajo, o si eso que ha representado es una nueva humanidad, una nueva cepa de aves y mamíferos que yo describiría como “whatevers”. Lo mejor de esta ristra de obras dudosas es que oscilan entre la repetición y el olvido veloz, entre el humor negro y una generosa pared blanca que, changa al fin, dejó que el artista permitiera colgar sobre ella esta extraña baraúnda de vidas postpuestas.
Ya mencioné esa crisis de la figuración desfigurada, y veo también la fascinación de las bestias de rapiña. Lo veo todo, y sobre todo voy viendo —y dándome cuenta— de que puedo clasificar lo que en la superficie del “papel” se nos va presentando: animalia imprecisa, abstracción que nos ofrece, simplemente, un objeto que podemos reconocer… más o menos. Nos engaña la repetición en cuanto el tamaño de las imágenes, y aunque reconocemos la mayoría de los objetos y los cuerpos que se explayan en cada superficie y catamos la enorme diversidad de lo ahí representado, tenemos que admitir que nuestra percepción insiste en ver constantes repeticiones. En suma, el mundo que se nos perfila en estas piezas que insisten en un solo tamaño, un mismo acercamieno al color y a la forma, y que en general reconocemos como parte de nuestra cotidianidad, ese mundo, digo, es, a fin de cuentas, siniestro.
Hay aquí una estética burlona, guiños risueños por doquier, algo que te agarra la mirada y no era lo que creíste que era, o algo que conoces demasiado bien pero que, en realidad, es una “changuería artística”. Claro, no me sorprende entonces el título de esta expo tan repetitiva e inesperadamente diversa. Tampoco este título que, en realidad, no sé cómo traducir, aunque ahora se me ocurre que éste, el de Edgard, es un ejercicio diario, recogido en un diario, donde tantas imágenes se explican a medias porque ellas mismas no aciertan a decidir lo que quieren expresar. Sobre todo en cuanto a ese chango negro y tramposo casi omnipresente en esta serie, que siempre se sale con la suya y atrapa a su presa. Y es que el artista te juega su treta, te juega la treta del arte, te juega el artilugio de la mirada, te confunde y no te das cuenta de cuántos changos hay ahí. Pero el artista no ha bajado la guardia. Como quiera él sabe más que nosotros. Él sabe que en realidad no sabemos. Igual nos reímos. Somos así. En suma, detecto una fascinante tradición: Duchamp + Cattelan + Basquiat + Rodríguez Luiggi: de cuatro changos, las ocho alas.
[spacer height=”20px”]La exhibición Diario de un chango, de Edgard Rodríguez Luggi estuvo abierta en la Liga de Arte de San Juan, del 30 de enero al 28 de febrero de 2020.